miércoles, 20 de octubre de 2010

Bicicletas

El otro día me picó por ahí y decidí coger la bicicleta y hacer las calles. No sé si por pasar el tiempo, por deporte o simplemente por hacer algo. Ahí estaba yo, robando descaradamente la bicicleta de mi madre y bajando la cuesta de mi casa andando para después subirme y pedalear. Lo reconozco; mi primer pensamiento fue "Dios mío, no recordaba que esto costase tanto". Pedaleé por varias cuestas con sumo esfuerzo (llevaba un mes sin hacer deporte y unos pocos años más sin tocar una bici) pero conseguí llegar a donde me había propuesto al salir de casa. Qué bonito se veía todo desde ahí arriba. Qué recompensa para mi sufrida carrera.
Y entonces llegó el momento de volver. ¡Qué delicia! El sol al frente poniéndose, la brisa fresca en la cara y dejándome llevar por la imperiosa aunque a veces fantástica fuerza de la gravedad. Todo cuesta abajo "viento en popa a toda vela". Y entonces miré hacia atrás, y vi el camino recorrido que dejaba. Me di cuenta de que es como la vida misma. Muchas y horribles cuestas arriba casi imposibles de superar, pedaleando, subiendo poco a poco, aguantando. Pero, ¿y cuando lo consigues? ¿Y cuando llegas? ¿No es maravilloso? Y después la buena racha... Bajando tranquilamente sin preocuparte por nada más que por respirar y disfrutar del paisaje mientras el viento despeina tu pelo. Es genial. Sublime. Siempre habrá cuestas que subir. Pero llegar y bajarlas después es lo que hace que estar aquí merezca la pena. ¿No creéis?

Aletheia

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